Una historia políticamente incorrecta
Os propongo un ejercicio de imaginación. Pensad que he dirigido una película con un argumento relativamente simple: Un inmigrante de un pais mas atrasado que llega a este pais huyendo de la justicia de la suya y dispuesto a usar las libertades de este pais para continuar y perfeccionar su carrera criminal y montar su propia red delectiva.
No hace falta en cambio grandes dosis de esa imaginación para hacerse una idea de las reacciones que una película con ese argumento atraería: Xenófoba, racista, violenta. Una gran parte de la población no acudiría a ver mi obra por principios, y probablemente otra mas pequeña iría a verla precisamente por ellos. Desde luego ya me podía olvidar de cualquier tipo de subvención, lo cual por su parte en este país equivaldría a elevar el rango de imaginación a la mas pura ciencia-ficción.
Y, sin embargo, éste es el argumento de El Padrino (The Godfather, 1972) de Coppola. Si preferís un argumento alternativo pensad en una mujer que, inmersa en un proceso de divorcio, arruina la vida de su ex-pareja a base de acusaciones falsas de maltrato. Es posible incluso que solo pensar en una película con estas historias despierte de forma instintiva vuestro rechazo.
Los franceses Jacques Doniol-Valcroze, André Bazin, y el italiano Joseph-Marie Lo Duca fundaron en 1951 la revista Cahiers du Cinema, y en ella escribieron gente como Truffaut, Godard o Chabrol para cambiar de forma radical la forma en que se «interpretaba» y se escribía el cine. De ser considerado un pasatiempo mas o menos afortunado elaborado por artesanos pasó a ser un reflejo de su época, un manifiesto de la época en la que se producía y con cuyo contexto había que contar a la hora de analizar su función social. Se le llamó «cine de autor» y tuvo una influencia decisiva en la emancipación del cine como forma de expresión artística.
La influencia de los «Cahiers», especialmente en el cine de Hollywood y sobre todo en la forma en que éste se percibía en la vieja Europa fue en lineas generales positiva y permitió que la obra de ciertos directores (Hitchcock, Mann, Hawks) fuera examinada con una nueva luz, aparte de dar a conocer otras cinematografías como la japonesa o italiana y ser el germen de la Nouvelle Vague.
Pero, como todo en esta vida, tuvo un aspecto negativo, y fue el olvido de la base fundamental de una película: La historia. Gracias no tanto a la revista directamente sino mas bien a posteriores degradaciones comenzó a ser mas importante al cómo que el qué y por encima de todo el cine son historias, y sus autores fundamentalmente contadores de cuentos con mayor o menos talento – o habilidad – a la hora de contarlos.
Volvamos al ejemplo con el que inicié este artículo. Una historia como otra cualquiera que puede contarse de muchas maneras, todas ellas legítimas. Es inevitable, por supuesto, y deseable, que el espectador use sus propias vivencias, sus experiencias e ideas a la hora de incorporar la historia a su memoria. Lo que ya no es tan legítimo es proyectar esa experiencia al autor de la historia y convertir necesariamente lo que es la historia de un sujeto, de un individuo, en toda una declaración de principios, en una alegoría de teorías políticas y sociales, y asumir que el autor se adhiere a ellas.
Esta falacia ha llegado a convertirse en verdad, dado que esta transferencia, esta proyección, se ha extendido tanto, que ejemplos como los que propongo jamás se harán realidad. Es inconcebible que en la sociedad actual una historia como ésas lleguen a contarse, o cuenten en el mejor de los casos con una distribución decente, con lo que el autor se ve obligado a contar las historias que le gustan a sus espectadores y evitar las que no con una auto-censura que, irónicamente, viene a dinamitar el concepto de «cine de autor» y nos vemos abocados a consumir historias políticamente correctas que no hacen sino empobrecer el arte que gente como los críticos de los Cahiers tanto hicieron por enaltecer.
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